lunes, 5 de marzo de 2012

Hay un cuento budista que dice algo así: una persona siempre estuvo a punto de caer, pero nunca terminaba de hacerlo… Hasta que vino alguien y, muy generosamente, lo empujó para que cayera. Claro, porque si no se caía no se iba a poder -finalmente- levantar.

- ¿Alguna vez viajaste en un ferrocarril con otra persona, sentados frente a frente, cada uno en su ventanilla?

-Creo que sí. Ahora no recuerdo la ocasión precisa. ¿A qué viene eso?

-¿No te fijaste que si las dos personas se ponen a comentar el paisaje que ven, el comentario del que mira hacia adelante no es exactamente el mismo que el del que mira hacia atrás?

-Te confieso que no me fijé nunca en ese detalle. Pero es posible.

-Yo en cambio me fijé siempre. Porque desde niña, cuando viajaba en ferrocarril, me apasionaba mirar el paisaje. Era uno de mis placeres favoritos. Nunca leía en el ferrocarril. Tampoco ahora, si viajo en tren, me gusta leer. Me fascina ese paisaje vertiginoso, que corre a mi lado, pero en dirección contraria. Pero cuando voy sentada hacia delante, me parece que el paisaje viene hacia mí, me siento optimista, qué sé yo.

-¿Y si vas mirando hacia atrás?

-Me parece que el paisaje se me va, se diluye, se muere. Francamente, me deprime.

-¿Y ahora cómo vas sentada?

-No te burles. Esto lo vi claro el otro día, cuando me puse a releer las cartas de Santiago. Él, que está en la cárcel, escribe como si la vida viniera a su encuentro. A mí, en cambio, que estoy, digamos, en libertad, me parece a veces que ese paisaje se fuera alejando, diluyendo, acabando.

-No está mal, Como intención poética, claro.

-Nada de intención poética. Ni siquiera es prosa. Simplemente, es como me siento.